Ingmar Bergman, además de ser un gran cineasta, era muy aficionado al cine. Lo consumía casi compulsivamente, seis días a la semana, en su sala privada en la Isla de Fårö. Su hija Lena fue testigo de esa pasión, y compartió algunos recuerdos de su padre con el British Film Institute en un post publicado en febrero de 2014, el cual rescato hoy para contaros acerca de las costumbres del gran Bergman.
El director disfrutaba del cine al máximo, pero lo hacía como un espectador. No se ponía la gorra de director ni analizaba al cine desde el punto de vista intelectual. Simplemente lo disfrutaba. Cuando apenas estaba empezando a despuntar como director, lo primero que hizo fue alquilar un proyector e instalarlo en su casa, y ver junto a su esposa Else unos cuantos clásicos: Das Cabinet des Dr. Caligari (Robert Wiene, 1919), Faust: Eine deutsche Volkssage (F. W. Murnau, 1926), Easy Street (Charles Chaplin, 1917).
Ya mayor, seguía un ritual rutinario: de mayo a octubre, sobre las tres de la tarde, justo después de su siesta (aunque los sábados llegaba una hora antes), se dirigía a la sala que había construido en el granero de la Isla de Fårö para dedicar un par de horas a su afición.
En el mes de julio sumaba una función nocturna para su familia, que iba de vacaciones. Era su forma de reunirse con ellos: para él el ritual de ver cine era especial (lo definía como una terapia), y ser invitado a compartir un visionado (y posterior discusión sobre lo visto) con Bergman era una ocasión especial.
Ingmar solía llegar el primero a las citas, y esperar en un banco azul que se apoyaba en la pared del granero convertido en sala de cine. Una vez dentro de la sala, el anfitrión dejaba algo de tiempo para charlas, y presentaba la película elegida. A veces, también entregaba listas con la programación semanal.
Una vez presentada la película, Bergman se reclinaba en su asiento, se cubría con su chaqueta de cuero, apoyaba sus pies sobre un apoya pies; y giraba su dedo señalando a Ingalill (su proyeccionista) que bajara las luces, mientras anunciaba: "No me responsabilizo por esta película. Estáis aquí bajo vuestro propio riesgo". Entonces, la película comenzaba.
Solía escoger clásicos en blanco y negro. Películas famosas, pero también olvidadas. Algunas se repetían año tras año: Molière (Ariane Mnouchkine, 1978). Tous les matins du monde (Alain Corneau, 1991), Rashomon (Akira Kurosawa, 1950), Casque d’or (Jacques Becker, 1952), Körkarlen (Victor Sjöström, 1921).
Todos los 14 de julio (día de su cumpleaños), se celebraban con una película de Charles Chaplin. Solía, también, proyectar cortometrajes antes de los largometrajes (tenía especial afición por los cortos animados de Victor Bergdahl).
El ritual de ver cine junto a Bergman exigía, además, que se cumplieran ciertas reglas:
- El director era puntual y exigía lo mismo de sus acompañantes.
- Además, exigía dedicación obsesiva al visionado de cien. Nada de irse a la playa cuando el día estaba bueno, o pasar de ver las películas más intelectuales.
- Estaba terminantemente prohibido aburrirse o dormirse en la sala.
No sé vosotros, pero habría encantado poder compartir sala con Bergman. ¡Y no habría tenido ningún problema en cumplir con sus normas! Quizás algún día pueda tener la suerte de visitar la sala de Fårö y, desde mi lugar predilecto (última fila, debajo del proyector), justo en el momento en que las luces comienzan a apagarse, crea escuchar una voz en la primera fila que anuncia "No me hago responsable por esta película..."
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